martes, 20 de diciembre de 2016

Necro-lógicas III. El espíritu buuuuuuuuu-rocrático

Como veis,  le estoy cogiendo gustico a esto de escribir sobre temas relacionados con la muerte.
En Pekín, cerca del Estadio de los Trabajadores, se encuentra el Tempo DongYue (). Está dedicado a la deidad del Monte Tai, pero lo más interesante es que tiene una zona muy amplia en la que se explica el organigrama de la Administración Pública de la eternidad. Sí, porque el funcionariado, en China, si eres taoísta, alcanza el más allá. Así te pueden hacer dar más vueltas: “No, eso no es aquí, tiene usted que bajar a la planta del inframundo y buscar la ventanilla número 666. Pregunte al señor rojo del tridente, si eso” 
Templo DongYue

Nada menos que 76 departamentos tiene el Otro Mundo Taoísta, todos representados por estatuas monstruosas que dejan poco a la imaginación y explicaciones  en chino y en inglés que a veces no resultan muy clarificadoras. Por ejemplo, hay dos departamentos dedicados a la firma y autenticación de documentos el “Departamento para la Firma de documentos” y “Departamento de la Firma” . es bastante difícil apreciar cuál es la diferencia, pero se puede respirar la agilidad y celeridad procedimental que exudan. Aunque, bueno, al menos es la eternidad, disponen de tiempo.



Explicación del objetivo
del Departamento Cazafantasmas.
Entre las 76 secciones existen desde luego algunas la mar de pintorescas, como la  de “Fantasmas errantes” o Cazafantasmas, como la llamo yo, que sirve para controlar a los fantasmikos malotes que por no portarse bien en vida han sido condenados a vagar por el mundo terrenal durante toda la eternidad, no pueden ir al otro. Es un departamento sumamente necesario, porque a los fantasmas les encanta, por ejemplo, ponerse la ropa colgada de los tendederos que están al aire libre y colarse en las casas de los vivos de ese modo. Así que cuidado con colgar los calzones o los pololos a la intemperie porque, además de traerte un espíritu a casa, igual acabas poniéndote ropa interior usada. Creo, por cierto, que este departamento tiene un pico de trabajo durante el séptimo mes lunar en el que, según las tradiciones budista y taoísta, se abren las puertas del infierno y los espíritus aprovechan para ir de viaje a la tierra a zampar y ya de paso a acogotar a los vivos. Los chinos lo llaman el “Festival del Fantasma Hambriento”.
Departamento de aves voladoras.

También hay un departamento que se dedica a las “Aves voladoras”. Está a cargo de investigar la multiplicación y muerte prematura de los pájaros que vuelan y aconseja a los humanos que no ataquen a las aves que surcan los cielos, a los pobres flamencos que los ondulen. Y ahora que lo pienso, a los pingüinitos también se les puede dar matarile impunemente.
Hombres sufriendo dos de los quince
tipos de muerte violenta.
De todos modos, mi preferido es “El Departamento Para Implementar Quince Tipos De Muerte Violenta”, que le voy a hacer si soy una romántica empedernida.  Además es muy importante estar preparada, a ver si me va a tocar matar a alguien salvajemente y yo sin saber cómo implementar la muerte violenta, quedando como una pazguata.


Al ver secciones tan heterogéneas, muchas veces muy poco relacionadas con el inframundo, uno se pregunta quién se encargó de crearlas. De todos modos, buscar lógica alguna a cuestiones religiosas de cualquier credo resulta absurdo. Y si no intentad explicar a algún budista por qué en la iconografía religiosa hay imágenes de Santa Lucía con sus ojitos puestitos a modo de canapé en un plato, o de los pechos de Santa Águeda, también servidos en una fuente, para disimular. Y, si queréis, hablando de platos de buen gusto podemos analizar la querencia bíblica de poner cabezas en bandejas. Véanse las testas de Holofernes y San Juan Bautista, por cortesía de Judith y Salomé respectivamente. Por no mencionar la tendencia católica de guardar relicarios con trocitos de Santos, Vígenes y Apóstoles. Por ejemplo, en la Catedral de Oviedo hay una reliquia muy cuqui que contiene la leche de la Virgen María. Dicen que es la releche.   
Firmado: La Col-china.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Crónicas mosquiteras (y 9)

Miércoles

He dormido como un tronco. Tengo la cabeza libre de preocupaciones, dolores, todo. Es como dicen que tiene que ser meditar. Me siento doce veces vivo. Me ducho. Voy a echar de menos el olor a amoniaco fermentando. Echo un vistazo al lado del inodoro donde he seguido vertiendo de tanto en cuanto gel de ducha para que pelee con los estreptococos (o lo que sea). Tiene pinta de sopa primigenia.  Me vuelvo a montar en la misma furgoneta que a la ida, el mismo conductor, y por lo tanto sé lo que toca. Mi vuelo sale por la tarde así que me van a llevar primero a la capital, que rima con pala, pero no es Albacete, a las oficinas del cliente: comer y pasar el rato, y después me trasladarán al aeropuerto. Paso el rato observando a la gente alrededor, caminando aparentemente sin mucho rumbo, en los arcenes o en medio de algún campo. Arrastrando bicis, portando cosas en la cabeza como las antiguas películas de exploradores en blanco y negro (se me cae la mandíbula de pensar en el chiste obvio), pero esta vez, en lugar de llevar fardos rectangulares atados con correas, portan barreños de plástico rosa u ordenadores de sobremesa. También hay vacas pastando con unos cuernos descomunales. Todos impasibles delante del circular caótico de coches. Cuando paseo por Beijing, o por cualquier otra ciudad, y fijo la mirada en un paseante solitario, muchas veces mi mente empieza a elucubrar sobre las historias que hay detrás, inventa momentos en habitaciones minúsculas, en sótanos hacinados, inventa líneas de trabajo serializado que roban el alma humana, pero aquí no sé qué inventar.
Llegamos a la ciudad (que, repito, rima con impala) por una carretera que probablemente sea la entrada principal pero que no es más que una vía de doble sentido sin arcén, y al cabo de un rato empezamos a cruzar un desguace, allí mismo, dentro de la capital. Un desguace que se extiende lo que yo calculo que debe ser un kilómetro al menos, con coches en ruinas alrededor, carteles que anuncian venta de piezas de repuestos, gente apoyada en las puertas desvencijadas, gente durmiendo dentro de los capós traseros de automóviles sin ruedas, sin ventanas, sin retrovisores, sin asientos, realmente esqueletos de coches devorados, y más arriba, unos pájaros gigantes que mi imaginación quiere convertir en buitres, pero son simplemente aves muy grandes. Un entorno ideal para Salgado, en el que quizás haya hecho fotos, perfecto para maravillarse y horrorizarse con el estado del mundo. Siempre lo mismo.


Y entramos en las oficinas. Dejo las maletas y me llevan a comer. Para celebrar el último día como las mismas especialidades chinas de siempre, entre conversaciones insulsas y alguna felicitación por lo bien que manejo los palillos. Yo también estoy orgulloso. El idioma no, pero los palillos los clavo. Volvemos a la oficina, que está en un área residencial sobre las colinas y desde allí todo se ve precioso, incluso el desguace (miento, no se puede ver, pero lo que importa es la intención). Al lado está el gran lago, que rima con victoria. Vuelvo a coger la maleta y me monto en un todoterreno que me lleva por fin al aeropuerto. Quedan unas horas.  Busco un enchufe en el bar y pido una Cerveza marca Nile. Pienso en alguna comparación idiota entre el líquido en la botella y el agua del rio siendo turbinada. Beber ésto es lo más local que he hecho en todo el viaje. Pero ni siquiera estoy seguro de que sea realmente una cerveza local.

Finiquitado por: El col-chino

jueves, 1 de diciembre de 2016

Crónicas mosquiteras 8

Martes

A pesar de haber aplastado al asesino de 6 patas, el portador de muerte y destrucción, el anófeles Mefistófeles, no consigo volver a dormir. Me sobra tiempo y haciendo bastante esfuerzo mental, me calzo las zapatillas de correr y vuelvo al circuito de hace dos días. Hoy no está el guarda de los calcetines rotos. Hoy, tampoco me preocupan los mosquitos, solamente el mosquito interior: Los cientos y cientos de escenarios en los que la malaria podría afectarme una vez haya vuelto. Escenarios como en el teatro, como en una película. Náuseas en un avión de París a Beijing. Fiebre estando solo en un hotel. Etc etc. Termino, me ducho y vuelvo a las oficinas, a esperar la reunión de la tarde. Hoy, mis tres compañeros de mesa están especialmente fumadores, y yo especialmente irritable, pero soy una nube. Una nube, un cumulonimbo lleno de partículas de agua que se rozan y rozan hasta generar rayos cósmicos que fríen a mis queridos amiguitos dejándolos solamente en tres esqueletos con un cigarro en sus huesudas manos.

Comemos lo mismo de siempre.


Ya entrada la tarde comenzamos la reunión en la que nos dan a conocer las decisiones del comité de expertos, que me da la impresión de que poca gente en la sala sabe quiénes son, y desde luego yo no. Digamos que todos los esfuerzos de los días anteriores al final han sido fútiles, pero yo me agarro a lo que he aprendido y sobre todo lo que va a ayudar a los ingenieros de mi equipo, aun sin las suficientes cicatrices internacionales, a aprender a moverse mejor en estas turbulentas aguas. Pese a todo, y aunque está claro que la decisión del comité es final e inamovible, nos pasamos horas allí observando como otras dos partes implicadas en el proyecto discuten sobre firmar o no las minutas de la reunión. Dan las seis, las siete, las ocho. Mr. J está en estado semi-comatoso con el catarro que se ha traído de China en plena efervescencia. Le comento si ya ha bebido suficiente agua caliente. A estas alturas ya no sé si le estoy recomendando este infalible método chino para curar todos los males en broma o en serio, al fin y al cabo lo importante es creérselo. Obviamente Mr. J me dice muy serio que sí, que está bebiendo mucho agua caliente. Saca de su mochila un frasco de líquido verde y se rocía las pantorrillas con él: es el antimosquitos natural chino, que siempre nos regala la empresa (como creo que hacen básicamente todas las empresas de la región) antes del verano, y que yo siempre he encontrado inútil. Y es que los mosquitos han aparecido después del anochecer y la sala está repleta. La mayoría de los participantes, de todas nacionalidades, parecen no prestar la más mínima atención a los bichejos volantes, solamente la ingeniera que ha venido a ayudar en la traducción intenta de vez en cuando matar a alguno de una sonora palmada, y tiene cara de agobio. Me mira y sonríe nerviosa. Le paso mi antimosquitos y me lo arranca de las manos para frotarse los brazos (va en manga corta, como todo el mundo aquí, y pienso si yo soy el único que se ha leído todas las medidas preventivas que Google te ofrece en los diez primeros resultados de la búsqueda “Mosquitos Malaria”, pero es evidente que sí) y la nuca. Seguimos allí horas hasta que, agotados, y sin que nadie haya firmado nada, nos vamos. Durante todo este rato me he dado cuenta de que mi miedo a la malaria se ha evaporado. Ver a todo el mundo allí rodeado de vectores de enfermedad, despreocupados, o algo angustiados pero sin realmente hacer nada por no ser picados, consigue que mi cerebro se de cuenta de que, o bien me he estado preocupando por nada, o bien nos moriremos todos de malaria, pero al menos no me iré solo como un gilipollas. Y constato que el dolor de cabeza también ha desaparecido. Ceno con una sonrisa en los labios. La Tsing Tao sabe a gloria.

Firmado con sangre de mosquito: El col-chino

sábado, 26 de noviembre de 2016

Crónicas Mosquiteras 7

Lunes

Hoy desayuno una lata de café. Me siento mejor, pero sigo teniendo un molesto dolorcillo de cabeza, así que no es el que café sea salvador, y el ruido de fondo molesto e indefinido continúa. Ayer Mr. J, mientras caminábamos por el parque alrededor del hotel, me volvió a contar la historia del chino que fue comido por un hipopótamo. Aparentemente fue un día lluvioso, justo en la zona de la gasolinera del campamento, mientras estaba con otro compañero: vieron el mastodonte y le pareció apropiado acercarse a sacarse una foto. Tengo chiste sobre muertes por selfie, sobre el tragabolas, pero estamos hablando de una persona muerta, aunque solo sea un desconocido, un número, un uno y luego un cero si nos abstraemos del todo, así que por esta vez me abstendré*.

Tras el desayuno, más reuniones. Reuniones, reuniones, reuniones inútiles, esta vez con consultores adicionales de otras nacionalidades. Le comento a nuestra niñera, ya por la tarde, que me gustaría probar algo de comida local, así que me lleva de la mano al despacho de un grupo de ingenieros del cliente local y les pide que me inviten a su campamento a cenar, cosa que hacen encantados. Voy con uno de ellos, hablamos un rato de camino al campamento 2 mientras pienso en si habrá hipopótamos apostados detrás de los arbustos sacándose los paluegos con ramas afiladas estilo palillo, pensando en si seré suficiente para la merienda. Le pregunto dos o tres veces a mi acompañante su nombre, intrigado. Constato que he oído bien. Se llama Robot. Mr. Robot. Es ingeniero civil y no habla con Christian Slater, que yo sepa. Llegamos por fin al campo de segunda y probamos las delicias locales, pero casualidad hoy han hecho cena estilo occidental: Costillas y patatas fritas. En cualquier caso, se agradece el cambio. Volvemos a nuestro hogar vallado y le pido a la niñera que por favor me acerquen de nuevo al súper de la entrada para hacer acopio de más café en lata. De camino a dicho supermercado se pasa justo a un poblado de chabolas, que está dentro del propio recinto. Si no hubiera visto construcciones parecidas en otros lugares de este país pensaría que se trata de alguna especie de réplica de un típico pueblo africano para deleitar a mis amigos orientales, con sus chozas de barro circulares coronadas por el techado de paja cónico. Pero allí vive gente, sentada fuera, haciendo la colada, mirando sus móviles mientras los cargan con un panel solar portátil, o bien habiéndolo recargado anteriormente en la peluquería. Vuelvo  a mi chamizo con cuatro latas de café. Ritual de purga y protección. Rezar al Dios de los antimosquitos. Dormir como un bebé.

Me despierto a eso de las 5 de la mañana y, oh Dios por qué me has abandonado, escucho un mosquito zumbando alrededor de mi cabeza. Salto de la cama y me pica todo. Malditas mosquiteras de calidad china. Me paso un rato intentando localizar al insecto del demonio hasta que por fin lo veo paseando despacito por el pie de la cama. Lo aplasto de un certero golpe de kindle. Hay un modo de vida resumido en esa frase: Matar mosquitos con un kindle. Lo observo detenidamente y no veo rastro de sangre y me quedo infinitesimalmente más tranquilo. Mando wassaps a todo el universo conocido en busca de apoyo moral y el universo se ríe de mi, con razón. Mi mujer también.

* Días después, se moriría Rita Barberá

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Crónicas Mosquiteras 6

Domingo (2)

Después de una siesta rociada en antimosquitos nos sentamos en un todoterreno, Mr J,  el acompañante del cliente y servidor, y nos conducen hasta las obras. El acompañante (llamémoslo niñera) del cliente es todo un personaje. En el fondo, esto se puede decir de casi todas las personas que encuentran su vida trabajando en montajes y puestas en servicio durante años lejos de su hogar. En su caso, aparte de ser un poco borde, tiene una risa estúpida que brota a la mínima, sin sentido. Básicamente se ríe de todo menos de los chistes, es la anti-risa. Y nunca entiende lo primero que le dicen, ni lo que digo yo ni tampoco mis compañeros chinos, y siempre hay que repetirlo una segunda vez. Por último, cada vez que comento algo su respuesta siempre es why?, aunque no venga a cuento. El mundo de las muletillas.
Visitamos  la excavación de la casa de máquinas, de tipo caverna, unos kilómetros dentro de las colinas: es exactamente igual que cualquier otra, independiente de lo que hay fuera, ajena a la selva y los animales salvajes, ajena a la temperatura. Solo quiere agua.
Nos acercamos hasta la construcción de la presa, que se está montando donde debería estar el Nilo, pero ahora el rio brama unos cientos de metros más a la derecha, desviado por la ingeniería humana, furioso primigenio, pero frágil y maleable. Hay algo fascinante en el Nilo en esa zona, con ese caudal brutal pasando a toda velocidad. Aunque los chinos no están impresionados; de hecho es un rio pequeño para los estándares hidráulicos del imperio central, acostumbrado al Yangtse.
Volvemos al campamento y en un arrebato de locura me pongo la ropa de correr, me rocío de spray repelente, y me pongo a galopar (des)preocupadamente alrededor de los bloques de edificios por donde la gente suele pasear por la noche (pero ahora, a las cinco y media de la tarde, no hay nadie). Es más largo de lo que creía y, al final, se pueden hacer casi 500 metros por vuelta, pasando por delante de la puerta de entrada secundaria. Allí hay un guarda recostado en una silla que me sonríe y anima cada vez que paso, y yo le saludo marcialmente. Tiene el rifle apoyado junto a la pierna, y los pies sobre otra silla enfrente de sí, mostrando unos calcetines negros que le vienen grandes y están rotos por diferentes sitios.
Por la noche, nuevamente en la oficina para trabajar un rato y aprovechar el wifi, veo que proliferan los mosquitos. Mato un par. Mientras tanto, frente a mí, la niñera mira la pantalla del ordenador con gesto bobino y se rasca la barriga con la camiseta subida hasta los sobacos al más puro estilo pekinés. Cuando se quita las chanclas y pone los pies sobre la mesa para enredarse en las uñas, decido salir de allí. Skypeo un rato en el pasillo con la familia, pero en un momento dado, mientras estoy apoyado en la barandilla de las escaleras, veo otro par de mosquitos rondando cerca de mis manos: salgo huyendo.
Habitación. Ritual de purga y protección. Minimetro. Leer. Dormir. Pero no puedo dormir. Ya sea por jet lag retrasado o porque me he tomado todas las latas de café –menos una- y el cuerpo se había desacostumbrado. O por supuesto porque estoy cayendo en una espiral hipocondriaca. Pero afortunadamente, descubriré después, era el café.

Cincelado por: El Col-chino

viernes, 18 de noviembre de 2016

Crónicas mosquiteras 5

Domingo (1)

Hoy ya no desayuno. Es  la evolución lógica de mis desayunos menguantes, y del aburrimiento. Me he despertado a las seis y media y he dudado un rato sobre si salir a correr, he observado la luz a través de las cortinas y he sopesado unos minutos si ese momento de la mañana se considera parte del amanecer, en el que supuestamente los anófeles están más activos, o bien  podría pasar como parte del día. Ante la duda, me abrazo al antimosquitos y duermo una hora más. Me monto en la furgoneta con mis compañeros, sí, chinos, para la visita al mercado. Salimos del recinto del campamento y de la propia obra, y justo en la puerta de salida paramos delante de un edificio que resulta ser un supermercado enorme. Chino. Lleno de productos chinos (¿he mencionado algo sobre China en este blog alguna vez?). Entramos a comprar agua y pipas y yo busco algo de café, aunque sea las latas frías que suelen vender en las convenience store de mi pueblo (Tianjin, por si no se sabe), pero no encuentro ninguna en los frigoríficos. En una esquina, sin embargo, localizo latas de café local. Compro cuatro. De camino al mercado me tomo dos. Se me pasa el dolor de cabeza. Llegamos al pueblo más cercano, que está compuesto por casas de un piso de cemento malo, o bien adobe, a lo largo de la carretera. Hay cuatro puestos maltrechos vendiendo carne asada y pinchos morunos, y cuando paramos unas cuantas mujeres vienen a intentar vendernos mandarinas. Esto es el famoso mercado. Uno de los chinos intenta explicarle al conductor que quiere miel, honey (joni, jonibi), hasta que después de tratar de repetirlo diez veces (literalmente), le entiende y señala uno de los chamizos detrás de uno de los puestos de carne reseca*. Mis amigos se apelotonan alrededor de la caseta y yo aprovecho para sacar fotos; a la basura, a las gallinas andando entre la basura de la cuneta, a las mandarinas, a la carretera. Terminan de regatear y vuelven con unos bidones pequeñitos que podrían ser la gasolina para un camión en miniatura pero supuestamente es miel. Ni quiero saber miel de qué ente orgánico o inorgánico, ni pienso comer nada dulce en el campamento en lo que queda de estancia. Volvemos a la furgoneta.

Entramos en el parque natural y recorremos unos cuantos kilómetros por una pista, con ese color apabullantemente arcilloso que tiene la tierra aquí, rodeados de vegetación, algún mono de vez en cuando, y de repente jirafas. Vistas de cerca en movimiento hay algo extraño, alienígena, en ellas, con un diseño estrafalario e inútil, bobino pero a la vez hipnótico. Sacamos fotos desde dentro de la furgoneta, supongo que gracias al incidente del Rioleón chino con el tigre que mencioné antes, porque si no mis compañeros son muy de bajar y darles pipas. Arrancamos, y mis paisanos, además de las pipas, comen (y ofrecen) plátanos. Hay algo malsano en ver ofrecerle un plátano al conductor negro, pero probablemente sea mi mente. No, con toda seguridad es mi mente. Llegamos al hotel que está dentro del parque. Esperaba que hubiera un centro turístico de algún tipo ofreciendo excursiones, pero no, solo podemos dar un paseo cerca del rio, el Nilo. Hay carteles que aconsejan no acercarse por el peligro de los animales salvajes, pero el rugir (¿O es el hipopotamear?) de los hipopótamos y la necesidad de sacar fotos pésimas con el móvil hace que mis acompañantes casi se metan en el agua. Yo tiro fotos de ellos sacando fotos.
Nos volvemos. Ni siquiera nos quedamos allí, o paramos de camino, para comer algo local. Hay que volver para saborear Hunan. No vaya a ser que se nos olvide a que sabe el tofu picante. Por la tarde visitamos la central en construcción.

(*) Debo aclarar y enfatizar aquí, a medio camino, que las recurrentes referencias al mal inglés de mis compañeros, sus peculiaridades, sus gargajos, su afición al ajo, a no acercarse a lo oscuro, son signos de veneración. Y siempre van acompañados  de amabilidad, practicidad y sencillez en  el mejor de los sentidos. Esta aclaración probablemente consiga que parezca condescendiente y aún más idiota, pero todos saben que ya estoy echando de menos China.
Autor: El Col-Chino